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30 de març 2011

La historia de Elize, cada 26 segundos en Sudáfrica



Escrit per Lali Cambra

Elize September se dirige a su casa en Mitchell´s Plain (Ciudad del Cabo) desde el barrio de Bellville, después de una entrevista de trabajo satisfactoria. Con 21 años y largo tiempo en el paro, tiene esperanzas. Viaja en un minibús-taxi, las furgonetas compartidas, el transporte más usado en Sudáfrica. A las doce del mediodía de un viernes, Elize no duda en subir al vehículo pese a que éste va casi vacío, sólo el conductor y otro pasajero que se sientan delante. Tras unos minutos en la carretera, el pasajero se agita: dice que se ha equivocado de minibús, de trayecto. Discute con el conductor a voz en grito. Saca una pistola.  

Las estadísticas en Sudáfrica sobre violencia contra mujeres y niños marean por su magnitud: se habla de una mujer violada cada 26 segundos, una mujer asesinada cada seis horas, seis veces más que la media global. Aún así, nadie tiene claras las estadísticas. Lo que sí es evidente es que desde el final del apartheid, en 1994, las agresiones sexuales denunciadas se han disparado hasta revelar una epidemia. En 1994, se denunciaron a la policía 44.571 violaciones. En 2006, la figura llegó a 53.000. Las últimas figuras facilitadas por la policía, -criticadas porque bajo el epígrafe de “delitos sexuales” se mezclan agresiones sexuales y, por ejemplo, desmantelamientos de burdeles-, ascienden a 68.000.

Elize se hace pequeña en el asiento trasero. El pasajero, irascible, parece estar drogado y el conductor procura apaciguarle. De poco sirve. “De repente salta atrás, a mi lado y me pone la pistola en la cintura. Coge el bolso, saca el poco dinero que lleva y el móvil. Por un momento pienso que con eso acaba, que con robarme se quedará tranquilo”. No va a ser tal.

Las cifras son todavía más inaprensibles con la estimación de que sólo una de cada nueve violaciones se denuncian a la policía. Un estudio de 2009 del Consejo de Investigaciones Médicas, (MRC, en inglés) con entrevistas anónimas a cerca de dos mil hombres de entre 18 y 49 años de dos provincias diferentes, reveló que uno de cada cuatro habían violado en el pasado reciente y, entre éstos, que la violación no fue un único episodio: habían agredido a más de una mujer. Uno de cada diez había participado en violaciones en grupo. La mayoría de ellos se habían iniciado en la agresión sexual a temprana edad.

El pasajero dirige al conductor a un campo de tiro en las afueras de la ciudad. “Me obliga a ir a los asientos del fondo y a quitarme la ropa. Me viola. Yo no puedo respirar, sólo pienso en el conductor que toma fotos con el móvil. No lo entiendo. Por un momento hasta pienso que me quiere ayudar, que las fotos servirán para luego denunciar a la policía”, Elize explica en voz baja pero firme.
Las organizaciones feministas y en contra de abusos contra mujeres y niños coinciden: no hay una sola razón que explique porqué Sudáfrica es el país que en tiempos de paz registra más agresiones sexuales del mundo. “Se puede aludir a la teoría de Frantz Fanon: un país colonizado, brutalizado, en el que los oprimidos acaban emulando a sus opresores; se puede aludir a la represión violenta y disgregación familiar del apartheid; a que vivimos en una sociedad terriblemente patriarcal que se ve amenazada; a la persistencia de estereotipos referentes a lo que se espera de un niño y de una niña; a comunidades pobres, con mucho desempleo, drogas y alcohol”, argumenta Shiralee McDonald, responsable de Rape Crisis.

El pasajero conmina al conductor a ir a la parte de atrás. “Y le anima a que me viole. El hombre se me sube encima, hace ver que pasa algo, pero no hace nada. Sigo confusa, sigo sin poder respirar”. No cuela. El pasajero insiste. “Vuelve a encaramarse encima y hace ver que acaba, no sé, ya no entiendo nada”. La abandonan cerca de una gasolinera, desde donde Elize pide ayuda para llamar a su padre.
Elize mira a los ojos, sonríe mucho, excepto cuando narra su historia de forma mecánica, factual. La ha repetido con frecuencia, sigue acudiendo a terapia a la casa victoriana donde Rape Crisis tiene su sede en Ciudad del Cabo. Tiene un bebé regordete, poco más de un año, que pasa de mano en mano, de regazo en regazo de las mujeres de la organización. Desde el patio de la casa, donde hablamos, se le oye reir y gorjear como un gorrión. Elize no tiene vergüenza, ha aprendido, me dice, que no es culpa suya que la violaran, "repasaba en mi cabeza lo sucedido, me culpaba por haber subido a un minibús-taxi vacío, ha requerido tiempo y terapia". Elize me pide que no salga su cara en las fotos y casi se disculpa por ello: "no tengo vergüenza, pero tampoco es algo por lo que quiero salir en los periódicos, no es algo bueno".

Sheryl McDonald recuerda que la poca atención en las comisarías, la larga espera para el juicio (en caso de detención), acaba por victimizar más a las mujeres: "necesitamos más apoyo a las víctimas. Necesitamos, sobre todo, mucha educación en las escuelas”.

Y en las escuelas es donde también se gesta la violencia. En noviembre de 2010 una niña de 15 años era violada por dos compañeros en un instituto de Johannesburgo. La prensa se hizo eco de ello, así como de la grabación que hicieron los chavales en sus móviles, del hecho de que no sólo los profesores no lo denunciaron sino que se rieron con el vídeo -al que los críos llegaron a poner precio- o de que luego la niña confesó al juez que el acto fue consentido. La multitud de delitos no perseguidos en un solo acto hizo sonar las alarmas: los profesores no denunciaron, tampoco aquellos en posesión del vídeo, cuya venta es ilegal; las filtraciones a la prensa desde la judicatura son inadmisibles; el hecho de que el acto fuera consentido, según confesó luego la niña que dijo haber sido drogada, no supone que dejara de ser delito (y en Sudáfrica mantener relaciones sexuales, consentidas o no, con un menor de 16 años es delito y considerado violación y se llegó a considerar procesar a la chica también) y, sobre todo, no se protegió a la víctima ni su identidad. Pero el caso no sólo disparó las alarmas sobre la deficiencia de la acción judicial, sino también sobre la situación de violencia en las propias escuelas. Sólo en noviembre, tres casos de violaciones en diferentes colegios. “Necesitamos un plan de acción de tres años para combatir la violencia en las escuelas. Ahora sólo vamos de crisis en crisis, repitiendo los mismos errores”, decía en un comunicado Shaheda Omar de la Clínica Teddy Bear, contra el abuso infantil. “Desde muy temprana edad los niños aprenden que tienen fuerza física y poder colectivo, que comportarse de forma antisocial es, para los adultos, “ser niños”. De las niñas se espera que no sean violadas y de serlo la gente se pregunta qué hicieron para merecérselo. La prevención de la violación empieza en el hogar, en las escuelas y en las comunidades”, explica Rachel Jewkes, autora de la investigación del MRC.

Elize acudió inmediatamente a la policía. Fue al hospital y recibió tratamiento para evitar infección por VIH. Su familia la protegió. Su novio la animó a ir a la terapia en grupo para mujeres violadas. “Pero el caso de Elize es excepcional”, argumenta McDonald, “las trabas en la policía, el saber que sólo el 7% de las denuncias acaban en condena, el miedo a que se las culpe, que no haya ayuda terapéutica regulada, hace que las agresiones se silencien”.

El ataque a Elize fue en 2007. Desde el año pasado el conductor del minibús y el pasajero están en prisión. Llevaban años violando juntos. Que Elize sepa, diez mujeres más se sumaron a la causa contra ellos. Elize le preguntó a su asaltante porqué la violaba “me respondió que a él también le habían pasado cosas, como si se vengara”. El estudio del MRC revela que la mitad de los violadores habían experimentado acoso o humillaciones durante la infancia.

Shiralee McDonald cree que Sudáfrica requerirá de generaciones para superar la llamada guerra silenciosa contra las mujeres en el país. Aunque es una guerra cada vez menos silenciosa. Cada año, antes de las fiestas de Navidad, el país participa activamente en la campaña internacional de 16 días d e activismo contra el abuso a mujeres y niños y son cada vez más los hombres que se suman a la campaña, asqueados por los niveles de violencia. En 2006 se creó Sonke Gender Justice Network, una organización de hombres que pretende movilizar a "la mayoría de la población masculina del país que no usa la violencia". Sonke inició la campaña One Man Can, que llama a la acción individual de los hombres para luchar contra sexismo y abuso infantil, que llamar a ser padres y compañeros responsables y modelos sociales. Y funciona. Sólo un ejemplo: a raíz de un taller sobre papeles sexuales, género y violencia en el Eastern Cape, una de las provincias más pobres, un grupo de siete hombres decidió unirse a organizaciones que cuidan de huérfanos: delantal en ristre, hacen comidas, visitan a los niños en sus casas, lavan platos (el cuidado de la casa, de los niños y de los enfermos, tradicionalmente cae sobre las espaldas de las mujeres, sobre todo en las áreas rurales) y se han convertido en roles a seguir en la comunidad. Cambia, poco a poco.

"Sé que ésto irá conmigo, que hay días que sólo quiero llorar y que hubo días que me sentía culpable, pero también lo quiero dejar atrás". Difícil dejarlo atrás cuando la violencia se hace cotidiana. "La semana pasada, una niña de diez años de mi barrio, violada por un vecino. Lo cogieron, por suerte". Elize toma en brazos a su pequeño cuando se despide: "me da miedo su futuro, sí, pero él va a crecer con un buen padre, abuelos, tíos, con modelos de hombres y mujeres que seguir".

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